Tomás era un niñito muy prolijo. Tanto,
que casi, casi, no parecía un niñito. Nunca preguntaba demasiado, nunca
pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado. Estaba siempre limpio y se
iba a dormir cuando los niñitos tenían que irse a dormir. Todos sus
juguetes estaban enteros, brillantes y en el estante correspondiente.
Estaba tan preocupado por conservar todos sus juguetes, que nunca jugaba
con ellos. Tomás era un niñito al que no inquietaban el vuelo de los
pájaros ni el funcionamiento de su cuerpo.
Tomás era un joven muy disciplinado.
Tanto, que casi, casi, no parecía un joven. Nunca preguntaba demasiado,
nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía
demasiado. Estaba siempre prolijamente vestido y era educado con las
chicas y respetuoso con los mayores. Estaba tan preocupado por repetir
bien sus lecciones que nunca sabía de qué estaba hablando. Tomas era un
joven al que no inquietaban el rotar de las estrellas ni el bullir de su
sangre.
Tomás era un hombre muy ordenado. Tanto,
que casi, casi no parecía un hombre. Nunca preguntaba demasiado, nunca
pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado,
nunca se comprometía demasiado. Estaba siempre del humor justo y
trataba cortésmente a las mujeres, a los mayores, a los jefes y a los
subordinados. Estaba tan preocupado por cumplir con todos sus deberes
que nunca tuvo tiempo para saber qué significaban. Tomás era un hombre
al que no inquietaban el destino de la humanidad, ni el significado de
sus pesadillas.
Tomás era un marido muy metódico. Tanto,
que casi, casi, no parecía un marido. Nunca preguntaba demasiado, nunca
pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca daba demasiado.
Cuando era preciso se disponía a hablar brevemente, escuchar brevemente y
proceder brevemente, durante el abrazo. Estaba tan preocupado en
observar todas las reglas del matrimonio que nunca se le ocurrió
disfrutar. Tomás era un marido al que no inquietaban los fantasmas de la
felicidad, ni los demonios de los celos.
Tomás era un padre muy riguroso. Tanto,
que casi, casi, no parecía un padre. Nunca preguntaba bastante, nunca
pedía bastante, nunca curioseaba bastante, nunca intervenía bastante,
nunca se comprometía demasiado, nunca daba demasiado, nunca esperaba
demasiado. Estaba siempre dispuesto a juzgar y a ordenar, sin olvidar
los buenos modales. Estaba tan preocupado por ejecutar todas las
obligaciones de la paternidad que nunca pudo conocer a sus hijos. Tomás
era un padre al que no inquietaban las frustraciones de sus sueños, ni
las posibilidades de una guerra.
Tomas murió una mañana de verano. Lo enterraron por la tarde. Por la noche comenzaron a olvidarlo.
El señor lo observó en silencio,
mientras escuchaba el minucioso relato de sus deberes cumplidos. Después
suspiró – el Señor jamás suspiraba- y dijo: “Cada siete días, cuando
orabas prolijamente tus oraciones, sin olvidar ninguna palabra, yo
esperaba. Como esperaron tus padres y tus hijos, tus maestros y tu
mujer, tus compañeros y tus ángeles. Esperaba que preguntaras algo, que
pidieras algo, que exigieras algo, que sintieras algo demasiado poderoso
para ser controlado. Esperaba que te encontraras o te perdieras.
Esperaba, como todos esperaron, que me necesitaras. Pero me has dado a
mí, regularmente, cada séptimo día, lo mismo que le has dado a la vida:
una devoción vacía. Tú eres el único fracaso imperdonable para la
Creación: un hombre que no la cuestiona. Vete, Tomás -concluyó el
Señor-, también yo quiero olvidarte.”
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